En el sendero de un bosque un grupo de personas contempla la llegada de un jinete casi totalmente oculto por el tronco de un árbol, mientras otros parecen dedicados a cambiar la rueda de un coche. El espacio está ocupado por árboles que aquí son sólo troncos sin ramas ni follajes; lleno de esos troncos que se multiplican y repiten en el segundo plano del cuadro, como si fueran las columnas de un templo resuelto según las normas de una arquitectura fantástica a la manera de las cisternas bizantinas que a su vez parecen bosques [véase El agua oculta o el navegante interior, 1989, de Guillermo Pérez Villalta]. Un halo de luz cruza en diagonal la escena, atravesando los troncos de los árboles para dar en el grupo de personas junto al coche, un modelo antiguo, como un Rolls, como también son antiguos los trajes que visten todos estos personajes, salidos de un mundo anterior a la segunda guerra. El halo de luz vuelve transparente la densidad de la madera que contrasta con la oscuridad de los otros árboles no iluminados. El caballo blanco de la derecha, según la mirada del espectador, está parcialmente tapado por un árbol de la fila de tres situada en primer plano, de modo que sólo podemos ver la parte anterior y posterior, quedando el jinete totalmente oculto a excepción de sus manos que sostienen las riendas.
¿Cuál es el suceso que muestra esta obra? La ocultación es tan ostentosa, que no podemos sino añadir una segunda pregunta a la primera, absolutamente indesligable: ¿Qué es lo que realmente está ocultando? Por el momento no podemos responder a ninguna de las dos. Comencemos pues por preguntarnos quiénes son todos esos personajes que están en el bosque, unos cambiando supuestamente una rueda, otros mirando la aparición de un jinete al que no podemos ver. ¿Qué hacen todas estas personas reunidas en el sendero de un bosque? ¿De dónde han salido? Son demasiadas para un solo coche. Quizás se han bajado de otros que están delante y que no podemos ver. No lo sabremos nunca. La cuestión es que están ahí, detenidos por un accidente, por un azar: la aventura del bosque. Pero estos extraños resultan en realidad conocidos. Por su vestimenta y actitud se parecen mucho a aquellos que se encuentran en la pintura de Richard Oelze, titulada Espera de 1936. El espectador del cuadro de Oelze se suma a los personajes que a su vez son espectadores en medio de un paisaje natural, expectantes de no se sabe qué pues lo que miran o esperan está todo envuelto en una bruma o una nube. Los vemos a todos de espaldas (menos uno que se vuelve hacia nosotros aunque su mirada es indistinguible por lo difuminado de su rostro) con sus abrigos y sombreros. ¿Esperan una lluvia banal, un tornado, una invasión, un cataclismo, el Apocalipsis? No lo sabremos jamás, comentaba Marcel Brion, que añadía que el vacío ante el que se sitúan los personajes constituye como en el cuento de hadas uno de los resortes principales de lo maravilloso: la habitación vacía, el palacio vacío, el jardín vacío (L’art fantastique, Paris 1961). En Extraños, en cambio, el grupo de personajes no se sitúa en el vacío sino ante el jinete. Ellos ven algo allí donde en Espera no veían nada. Ellos ven lo que al espectador del cuadro le está vedado, oculto por el tronco del árbol. Hasta ahora hemos supuesto que es un jinete por los indicios visibles (las manos en las riendas). Este jinete nunca visto, que nunca veremos, también se parece a otro, no por cómo es él mismo, sino por la situación en la que se encuentra. El jinete oculto se parece a la amazona del cuadro de René Magritte titulado, Blanc-Seing de 1965: entre los árboles de un bosque se pasea una amazona. Algunas partes del caballo están ocultas, no por un árbol, sino por el espacio mismo que se “recorta” a modo de un tronco para tapar, y el tronco del árbol que tendría que estar detrás según la ilusión perspectivista, pasa por delante para mezclarse con la pata del caballo. Con esta paradoja óptica “la obra que denuncia la construcción ordinaria del espacio, propone un mundo nuevo”, comenta Jean Roudaut («Una grande illusion», Magritte, Jeu de Pomme, París, 11 février – 9 juin 2003). En la pintura de Brigitte Szenczi no se produce este trastocamiento del orden. El juego al que nos invita el gran pintor surrealista belga queda aquí sugerido sólo por la misma cita magrittiana que provoca el bosque, la atmósfera de la que respiran ambas obras, y el jinete/amazona invisible/visible, pero en cualquier caso, ambos, seres del bosque. Asimismo Extraños se sitúa en la dialéctica característica de la obra de Magritte de lo visible y de lo oculto, y en la convicción de que la función del arte consiste en desocultar la realidad. Realidad que no es otra sino la “luz enigmática y maravillosa que viene del mundo”.
Ahora ya sabemos que el acontecimiento del bosque, la auténtica aventura, es la aparición maravillosa del jinete en el caballo blanco. ¿Quién es ella? ¿Pero por qué ella? Si esta pintura ilustra un lai de María de Francia, ella sería, sin duda, un hada. En los relatos del siglo XII de María, escritos a partir de canciones bretonas (o sea, celtas) se celebra un acontecimiento, la aventura, cuyo carácter excepcional y extraordinario deriva de que acontece en el plano de lo maravilloso: el pájaro que llega a la ventana de la malcasada se transforma en el caballero amante, el ciervo blanco que corre por el bosque es un animal-guía, la doncella maravillosa que se le ofrece la caballero pensativo viene del Otro Mundo, siempre muy cerca de éste dentro del imaginario celta. Se atraviesa un puente, un vado, y ya se accede a un espacio regido por leyes sobrenaturales. En la tradición sagrada cristiana la transformación (“metamorphose”, en griego, “transfiguratio”, “transfiguratus est” en la traducción latina de la Vulgata) sucede en lo alto de la montaña, en el lugar por tanto más cercano al cielo. El Tabor, prefigurado por el Sinaí de Moisés, es el lugar de la transfiguración de Jesús en presencia de tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan: “…y sus vestidos eran de una blancura fulgurante” (Lucas 9, 29), “su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mateo 17, 2). “Y entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra…” (Marcos 9, 7) [véase Pilar Insertis, El arte de vivir 1988, que puede ser interpretado como una versión abstracta de la Transfiguración de Jesús en el Tabor]. El cuerpo de luz retorna de nuevo a ser cuerpo físico. Pero más que a una transitoriedad el relato alude al carácter doble de la realidad, material o espiritual, según la mirada que lo contempla. Esa realidad doble no es sino una: la que remite a una geografía que es necesariamente visionaria, la tierra de las visiones o el mundus imaginalis como lo denomina Henry Corbin, “allí donde los espíritus se corporeizan y los cuerpos se espiritualizan” (Cuerpo espiritual y tierra celeste, Madrid 1996). En la tipología simbólica de Marius Schneider corresponde a la Montaña de Marte en Géminis, el espacio de intersección de cielo y tierra cuya figura geométrica es la mandorla, ventana abierta en el arte románico a las teofanías, las manifestaciones celestiales (El origen musical de los animales-símbolo, Madrid 1996). Abierta también a la espiritualidad de la tierra. Las religiones han insistido en que toda conversión implica un cambio cualitativo de la mirada que no se queda en la superficialidad de los objetos físicos, sino que éstos se le aparecen como “animados”. El descubrimiento del Ánima Mundi resulta del despertar de la propia alma que se contempla en el mundo como un espejo. Ver la luz enigmática y maravillosa que viene del Mundo no es tanto la visión de lo invisible como la visión de lo que está oculto. Al menos así lo plantea René Magritte, para quien el objetivo de la pintura no podía ser la invisibilidad, sino la visibilidad oculta (Écrits complets, París 2001). La luz del Mundo está tapada, como el rostro del hombre con el sombrero queda oculto por una manzana.
Ahora ya sabemos que poco importa el jinete oculto por el árbol de Extraños, porque lo único que realmente importa es que está oculto, y que lo que está oculto no tiene por qué estarlo siempre ni tiene por qué estarlo para todos. Muchas de las obras reunidas en esta exposición titulada Transfiguración buscan desocultar la luz enigmática y maravillosa, el misterio del bosque. Lo hacen a través de medios y formas expresivas muy diferentes […] Luces eléctricas proyectan haces de luces en las habitaciones de la Casa del Alma de Juan Antonio Mañas, cuya oscuridad, que no es otra que la del monocromo negro, el espacio intrauterino de la interioridad, se va disipando a medida que ascendemos a los pisos superiores. La pupila se habitúa a la oscuridad que lentamente descubre objetos insospechados. A diferencia de las egipcias del Imperio Antiguo (Las casas del alma. Maquetas arquitectónicas de la antigüedad, 5500 a. C. / 300 d. C., CCBB, Barcelona 1997), ésta no parece destinada a la otra vida del difunto, sino que más bien parece descubrir lo que puebla su espacio en ésta. Unos ojos como el de Man Ray (Objeto de destrucción, 1931) abren la visión hacia lo invisible. Ascendemos por escaleras piranesianas y se abren estancias en las que viven torsos, bustos, prótesis… Un cierto aire metafísico, a lo Giorgio de Chirico, se respira en su interior. Una columna-tornillo impide que el conglomerado se descomponga. En la estancia central del cuarto piso crece una planta que traspasa el techo para salir a un exterior intensamente azul que mira hacia un friso en el que parecen narrarse las historias de los dioses. La casa parece suspendida en un paisaje del que vemos muy poco, sólo tierra y el cielo de una noche muy clara cerca de la tierra, cada vez más oscura cuanto más se aleja de ella. El suceso de la casa no puede ser sino la germinación de la planta, su salida afuera, su vida maravillosa.
Del bosque a la casa del alma, del mundo al alma, del exterior al interior: las fronteras se diluyen, las luces se confunden y se mezclan. Sólo hay un misterio.
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