Brigitte Szenczi (Budapest, Hungría, 1943) y Juan Antonio Mañas (Madrid, 1946) nacieron en antiguas capitales imperiales. Exponen conjuntamente por primera vez en 1975, y forman una curiosa asociación artística alejada del grupo al uso.
Son contados los cuadros que firman al alimón, pero aún así, al espectador profano le es difícil discernir la autoría de tal o tal obra. Les unen demasiados elementos comunes a pesar de tener estilos dispares.
Szenczi y Mañas son deudores de esa tradición subterránea que atraviesa la cultura occidental, desde que los griegos basaron su saber en el milenario Egipto, dándole un nuevo barniz de logos, hasta que la posmodernidad ha recuperado el multisaber compartimentado, junto pero no revuelto de lo que podríamos llamar ‹‹lo mistérico››. Por ese camino podemos encontrar a los revisionistas del renacimiento italiano, encabezados por Picco della Mirandola y a Marsilo Ficino, pero también a los ilustrados franceses ─ sobre todo, Voltaire ─, a Newton, e incluso a André Breton.
Se trata de una corriente gnóstica inherente al racionalismo, pero con un espacio de suspensión del juicio superior a la que Kant reservó al pensamiento moderno. En esa corriente hay cuatro puntos cardinales: identidad y memoria, por un lado, y eros ─ deseo, aspiración ─ y thanatos ─ destino, conciencia del límite ─, por el otro.
La figuración de Mañas/Szenczi debe mucho a la particular metafísica de De Chirico, el primer vanguardista a pasarse a la transvanguardia, inventor del paisaje inquietante.
El viejo arte de la emblemática inunda el bajo continuo de su obra: la evidencia es siempre tan coherente como la fachada de un parque temático, sabemos por su perfección que amaga un significado oculto.
Brigitte, puestos a distinguir, procede de la tradición del realismo socialista, reconvertida en onirismo particularista. Usa y abusa de su propio álbum familiar para poblar de personajes ciertos ambientes intemporales.
Juan Antonio, por su parte, se revela como amante de las perspectivas con trampa, del pasadizo caracol, de la escalera a ninguna parte, del edificio con ventanas tapiadas.
A lo largo de los más de treinta años que llevan pintando en el mismo estudio y exponiendo juntos en las mismas galerías, ha habido una evolución estilística, pero mínima al tratarse de un mundo perfectamente delimitado. Sí se han enriquecido y pormenorizado sus misterios.
Porque del misterio tratan sus obras. No necesitan, a la manera de los cubistas, descomponer y recomponer la realidad para que el espectador la fabrique en su retina, pues su figuración es deudora del lenguaje cinematográfico. Pero sí es evidente que cada obra plantea un enigma abierto, sin más explicación que la poesía de la ambigüedad, de la ambivalencia. No importa la explicación del artista, tal vez incluso sobraría. Cada espectador puede leer de manera distinta aquellos elementos que despiertan su curiosidad, por tejer una red secreta de concordancias aparentemente impenetrables.
En The Storyteller (2001), de Brigitte Szenczi, contemplamos una insólita escena a ras de suelo. Tres figuras sentadas en el centro de un laberinto imposible protagonizan el misterio: el chico con gafas levanta un dedo de la mano derecha en señal de estar contando una historia a las dos chicas sentadas enfrente. Ante lo insólito del laberinto en medio de la naturaleza, suponemos que la confidencia es referente al edificio, pero a un tiempo sabemos que una historia es como un laberinto, con giros imposibles y callejones sin salida. Ellos son el centro de su propia historia. A cierta distancia, una salamandra de cola roja les observa con curiosidad. El paisaje es típicamente mediterráneo: cielo límpido, suaves colinas verdes en un primer término, y una blanca meseta desierta de vegetación al fondo. El logos desafiado por la circunstancia misma.
En Allons chez Breton (2004), de Juan Antonio Mañas, descubrimos uno de sus típicos corredores repletos de los más variopintos objetos. El más distinguible es el retrato del poeta Charles Baudelaire, quien dijo: ‹‹Todo el universo no es más que un almacén de imágenes y de signos››. Se trata de una estructura en ruinas, con arcos de media punta cada cierto espacio, pero sin techo, cuya forzada perspectiva nos permite deducir que se trata de un vastísimo espacio curvo. A lo largo de este espacio, una serie de estantes de madera contienen cajas sin abrir, y objetos/imágenes/iconos. Se trata del espacio de la memoria, una memoria castigada por el tiempo que desparece lenta pero irreversiblemente, con su mundo interior. Nombres de calles, tijeras ensangrentadas que ocultan crímenes inconfesables, enseres de laboratorio, la imagen de un torero en plena faena, o la de una dama del siglo XVII a medio desempacar. Enfrente, bajo la advocación de una estatua de san Miguel arcángel, guerrero que venció a Satanás, la estantería esconde el mundo que imaginó De Chirico, con sus calles metafísicas presididas por estatuas impasibles. Tanto el estudio de Breton ─ subastado recientemente ─ como el interior de su cabeza, podrían ser muy parecidos a la veduta estimulante como pocas, que simboliza el paisaje de la memoria.
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