Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas o El Gabinete del Profesor Hypnos
Hace seis o siete años, cenando en casa de Mariquita Escribano y Fernando Huici, mis anfitriones se sorprendieron de que no conociese a Dos y Una.
– Pues no…─ quise disculparme ante una demostración tan palmaria de ignorancia -. He oído hablar de ellos…, creo que a Carlos Forns o a Guillermo -añadí -. «Una y uno» son pintores, ¿no?. Y el otro «uno», ¿no es escritor?.
Amablemente me explicó Mariquita que la curiosa designación «Dos y Una» correspondía, efectivamente, a los pintores Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas, y al escritor Vicenç Ferrán Martinell.
– Pero, ¿no has visto sus cuadros?- volvieron a interpelarme.
Afortunadamente, yo había pasado un año viajando por el Asia oriental, así es que recurrí a mi argumento favorito de esos meses para situaciones análogas:
– Pensad que he estado mucho tiempo fuera de España…
Creo que fue Fernando quien se levantó para ir a buscar un catálogo. Nunca olvidaré el cuadro de la portada. Se veía un doble corredor subterráneo. Por la altura de sus muros y el abovedado de los techos se asemejaba a los de la Domus Aurea de Nerón. Como ambos pasillos describían una curva, se intuía que formaban parte de un complejo laberinto circular. El agua cubría el suelo, y al fondo de la curva del corredor exterior se veía avanzar la pequeña proa de una barca, que me hizo pensar en la Isla de los Muertos de Böcklin. Me imaginaba perfectamente la escena. La barca ha llegado a la Isla, pero no ha sido amarrada al fatídico muelle. Su singladura sigue por el palacio sumergido.
Y ahí estaba lo asombroso: la serie infinita de nichos que decoraban las paredes. Cada nicho enmarcaba el torso de una figura hierática: Budas macilentos de Gandhara, figuras aztecas, diosas de Palmira, bustos de sacerdotisas ibéricas, emperadores romanos del Bajo Imperio, cabezas indochinas o africanas… se sucedían en series interminables, de pesadilla fascinante. La hilera inferior estaba, angustiosamente, medio anegada, de suerte que solo se veía la mitad superior de las cabezas. Se podía estar seguro de que el agua acabaría sumergiendo el maravilloso e inmovilizado desfile, y sospechar que detrás de cada uno de los nichos se encontraban las vasijas donde fueron depositadas las cenizas de los misteriosos personajes esculpidos. Palacio sumergido, museo cuajado de los emblemas de civilizaciones desaparecidas, los artistas, con extraordinaria maestría, nos invitaban a un viaje por los residuos de la historia y por el interior de nosotros mismos; por el interior, simplemente; o si lo traducimos en términos neurobiológicos (léase el fantástico Filosofía y cerebro, de J.Z. Young), por el hipocampo y sus vibrantes corredores de innumerables células neurales, provistas de infinitas conexiones sinápticas con la sima del hipotálamo y los maravillosos archivos microicónicos del córtex.
Pasaron unos meses. Por intermedio de algún amigo nos citamos a cenar. A1 parecer, a ellos les había pasado conmigo lo mismo que a mí con ellos. Alguien se había extrañado que no me conociesen. Y también ellos se habían sentido terriblemente culpables, y hasta es posible que en alguna página mía vieran una inquieta proa rastreando el fondo de culturas anegadas, de templos formados por ideas como sillares, con hileras de conceptos esculpidos sobre los muros gelatinosos de un viejo columbario.
Recuerdo que en esa cena hablé, como era casi obligado, de mis viajes por el Oriente y, claro está, de mis reincidentes estudios sobre el arte de la memoria de Simónides de Ceos y Metrodoro de Escepsis. En realidad, el cuadro de Brigitte y Juan Antonio que tanto me había impresionado era lo más parecido a un sistema metrodoriano de imágenes mnemónicas instaladas en un sistema de loci, de lugares circulares de la memoria. Pero eso carece de importancia. Lo importante es que así se inició una amistad, que periódicamente se renueva en los viajes de Brigitte, Juan Antonio y Vicenç a Madrid o en los míos a Barcelona ─ que reservamos para efectuar emblemáticos recorridos urbanos ─, o a través de la nutrida correspondencia que mantuvimos cuando de nuevo me reclamaron, con su canto, las rutas del Asia Central y del antiguo Imperio del Cielo.
Tanto Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas, como Vicenç Ferrán, encajaron muy bien en Madrid, digo, en el grupo de artistas a los que se les dio el nombre de Nueva Figuración Madrileña. Había, ciertamente, algo chocante. Pues viniendo de Barcelona no traían el arte consabido que, desde ese cuadrante, llegaba temporada tras temporada a las grandes salas oficiales, como si se quisiera remachar una lección aprendida no ya desde hace años, sino, diríase, desde el principio de los tiempos. Dos y Una mostraban, en cambio, otra cosa y, sobre todo, un espíritu afín al del grupo madrileño, al que, por otro lado, podían enriquecer con rasgos muy propios. Coincidían con los madrileños en la voluntad de soldar los puentes quebrados por el Movimiento Moderno; y en la decisión de saldar las deudas contraídas por ese Movimiento con la gran banca de la Tradición. También ellos ─ Brigitte, Juan Antonio, Vicenç ─ se habían parado ante la pintura del Manierismo y el Barroco, del Romanticismo y la Pompeya romana. Y hasta se podía estar seguro, pues las formas de la contemplación son variadas, de haberles visto con su puesto en el Rastro de los primeros 70, de haber coincidido con ellos en Ibiza, y hasta de haber compartido alguna saison en enfer con sus correspondientes fleurs du Mal, o aquellas Illuminations que sobrevenían en los «paraísos artificiales» del «nada es verdad, todo está permitido». Y era grato comprobar ahora, años después, que, a pesar de todos los pesares, todos los expedicionarios ─ o casi todos ─ habían logrado llegar por el camino de las tempestades a las costas del presente, aunque estaba claro que las exigencias del reino subterráneo irían tornándose cada vez más perentorias y desorbitantes.
Brigitte y Juan Antonio convergían en muchas cosas con los pintores de Madrid, pero también presentaban interesantes rasgos diferenciales. Sorprendía, por lo pronto, su virtuosismo cinematográfico, digo, se conocían al dedillo ─ aquí habría que introducir de nuevo a Vicenç en primer plano ─ los mitos del cine, sus figuras, los gestos clave de esas figuras, sus escenas más singulares, esos movimientos únicos con los que los ídolos del celuloide son capaces de conmover la majestuosa estabilidad de la mecánica celeste de Newton. Brigitte y Juan Antonio eran como dos científicos de película expresionista que manipulan la materia prima de ensoñaciones e imágenes, para reelaborar sueños de una valencia superior; que en sus probetas mezclan extrañas fantasías hasta hacerlas llegar a un acuerdo con las leyes y los retos de la composición; que venían a demostrar que al cine solo le puede redimir la pintura; que a la fotografía en movimiento solo la pueden salvar los pinceles, porque, reducidos a veces a la inmovilidad, ensimismados en el frasco, los ojos pueden, al contemplar las secuencias de una película, orientarse por la película neuronal del cerebro; por nuestro mar interior; por el propio e íntimo paisaje.
Sus cuadros contaban historias. Y eran tan palpables que los artistas incluso se habían visto forzados en ocasiones a realizarlas en relieve, género que, tan usado en otro tiempo, parecía insólito a los examinadores de las nuevas academias. Pues Brigitte y Juan Antonio con los pinceles, al igual que Vicenç con la pluma, son grandes narradores. A veces la historia desborda los límites del cuadro, y abre sus puertas ya a un turbador grupo de escolares posbélicos o de deportistas de época indefinida, ya a un viaje por la Costa Azul o por las Cícladas, ya a monumentos y ritos de humanidades cuyo momento exacto se ignora.
En esas secuencias se siente la sedimentación de dramas y reflexiones, de visiones autoanalíticas y propuestas de realidades otras.
Todos los amigos de Madrid hemos pasado por su casa de Barcelona. Ni que decir tiene que la casa se ha hecho famosa. No lo digo porque haya salido en revistas de todo el mundo, aunque también ha ocurrido. Ni siquiera lo digo por la piececita japonesa que sirve de dormitorio de invitados. Tampoco creo que sea casual el que Vicenç haya puesto a una novela suya el título, precisamente, de Villa Delicias. Ocurre que en esa casa se está como en una fantasía natural, como en una naturaleza a la que, sin la menor pérdida de la compostura, se le hubiera antojado segregar las virtualidades más espectaculares. A ambos lados de la espina ictiomórfica que forma el largo pasillo central se abren y cierran los más inesperados escenarios, con la sensación sobreañadida de estar bogando dentro de una nave. Lo mejor de todo es la naturalidad con que Brigitte, Juan Antonio y Vicenç habitan entre unas paredes que hoy se abren a paisajes micénicos y mañana a ruinas nilóticas. Pero no hay allí nada de esa «putrefacción» que suele al ensalmo de las escenografías. Pues no hay guión, sino experiencia y, también, saber; el intimo sentimiento de que hoy toca vivir egipcio, mañana pompeyano, pasado chino y al otro quechua, en un perpetuo juego de representaciones en el que se va cercando, con rigor, fantasía y perseverancia, el núcleo incandescente de la realidad. ¡Qué locura, se dirá! En absoluto. Lo verdaderamente loco es vivir, tener que vivir de prestado; es decir, con los onerosos préstamos de decoradores y almacenistas. Lo loco es abandonar el exterior de nuestro interior a los interioristas de lo exterior. Lo loco es no experimentar la necesidad de refinar el espacio que nos rodea. Lo loco es no atreverse… Aunque solo tengamos un par de sillas, aunque no tengamos nada. No es cuestión de tener.
Vuelven a la temporada madrileña del 92-93. He tenido la suerte de ver sus cuadros en Barcelona, y puedo afirmar que los lugares y las fisonomías de la memoria y el sueño se han depurado todavía más, han lanzado sus sondas a más lejanos espacios, elevando el «aquí» a márgenes insospechados. No es solo asunto de temas. La propia materialidad de los pigmentos ha empezado a manifestar extraños signos de «vida» y conmoción, como un cultivo orgánico que se desarrollase en un laboratorio instalado bajo los mosaicos de un templo bizantino. Tal vez las raíces húngaras de Brigitte se traicionan con esa llamada del Oriente; tal vez no sea sino el efecto retardado de los prolongados descansos en que Juan Antonio, echando a un lado los pinceles, se zambulle en las densas páginas de la filosofía y sus insinuaciones trasmundanas.
Es una suerte que, desde Madrid, en estos días, podamos seguir el caminar pictórico de Juan Antonio y Brigitte: si sus visiones nunca nos dejan indiferentes, los dramas de su pintura nos hacen pensar siempre. Y podremos en estos días, a la caída de la tarde, hablar de filosofía y literatura, de los caminos del mundo y los pasadizos del arte; acudir incluso, a los pies de la sierra del Guadarrama, a la lectura de una obra de teatro inédita; y volver a sentir que todavía pueden darse amistades como las de no se sabe bien qué otros tiempos.
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