El silencio de las estancias
Iba yo esta mañana pensando en lo que habían de ser estas líneas. Paseaba a orillas del mar y seguía los cambios de una atmósfera voluble, en plena primavera, al tiempo que acechaba el cabo del hilo, lo que me llevaría a escribirlas.
En innumerables ocasiones había recorrido este lugar acompañado de Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas. Me senté en lo alto de una duna, pero esta vez, en lugar de mirar el horizonte, me puse a mirar para adentro. Era cuestión de volver a visionar ‹‹los cuadros›› que a lo largo de los años, más de quince, había ido viendo surgir, casi día a día, en su estudio. Por ello era un espectador privilegiado e inevitablemente parcial. Mas no iba a dar yo aquí juicios de valor. Tan sólo decir lo que veía, desde tan cerca…
Y al ir repasando, así, en la mente, los trabajos de ambos artistas, surgió una pregunta, que cobraba cuerpo al tomar en consideración los cambios que se habían ido produciendo en su obra.
¿Eran estos cambios lo distintivo de su quehacer artístico o bien, al contrario, por debajo de ellos podían vislumbrarse unas constantes que lo englobaran todo, hasta el punto de no ser los cambios más que meros disfraces o, mejor todavía, distintas maneras de ir diciendo, de ir ahondando, de irse acercando a lo mismo, hasta llegar a descubrirlo?
Tal cuestión iba a ser el hilo conductor de estas líneas, en la confianza que sería fructífero.
Pues bien, al haber repasado así, en mente, el conjunto de su obra, dos etapas se me ofrecieron diferenciadas.
La primera ─ aquella por la que Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas habían comenzado su trabajo en común ─ se había caracterizado por basarse en un asunto único con una manera casi única de tratarlo. Me refiero a las imágenes cinematográficas y a su tratamiento en osados relieves. Aunque este asunto único ─ el cine ─ no lo era tanto, desde el momento en que daba pie a la mayor variedad de situaciones y escenarios. Posibilidad de la que nuestros artistas no se habían privado, ofreciéndonos en su producción de ese periodo escenas que iban desde la antigüedad bíblica hasta las fantasías futuristas. Pero también resultaba innegable que al volver a visionar estas obras surgía de su conjunto una poderosa sensación de unidad, que acababa por imponerse.
¿Qué es lo que daba cohesión a asunto tan variado?
Pregunta bisagra que, si recibía una respuesta satisfactoria, quizá nos permitiría circular ya libremente por la obra de ambos artistas.
Ese sustrato de cohesión vi que podía cifrarlo en tres elementos, cuya presencia consideré constante, y a los que decidí denominar: el relato suspendido, el gusto por la belleza y el gusto por lo raro.
Primaban en su obra escenas en la que los lugares y los personajes se hallaban en una singular relación hasta surgir de la trama que se establecía entre el lugar y sus moradores una situación, una historia. Situación que nuestros artistas tomaban en el preciso momento en que el sentido de lo que sucede queda suspendido. Y se convierte en un enigma. A eso es a lo que llamé relato suspendido.
Otras veces, sin embargo, era el ser humano el que pasaba a ocupar el primer plano y se individualizaba. Al tratar la figura humana, lo que los artistas intentaban poner de relieve era esa suerte de armonía que se establece entre el aspecto externo de la persona y su ser interior. Hasta darnos a entender que la belleza humana se pone de manifiesto cuando se da esta armonía.
Pero había más, un contrapunto ─ el tercer elemento ─ que confería a las obras un sello decididamente personal y que contribuía a que éstas sólo pudieran tener como autores a Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas. Este tercer elemento, difícil de definir con palabras, quizá en razón de su misma potencia visual, podía calificarse de gusto por lo raro, por lo bizarro; debido a una afinidad con el arte de los gabinetes de curiosidades. Era una nota de indiscutible modernidad, que se inmiscuía así en la vertiente más clasicista de las dos propuestas anteriores.
Pues bien, cuando en 1983 decidieron dejar en suspenso la imaginería cinematográfica, para ir en busca de unas imágenes propias, Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas siguieron fieles a los tres principios básicos que acabo de enumerar. Fueron con ello desarrollando esa peculiar poética de los lugares y de lo humano, que es lo que esencialmente les define, y que constituye esa constante, siempre presente en sus obras, por la que nos preguntábamos al comienzo de estas páginas, pues en ellos la innovación se da desde sí mismos.
Me queda ahora por ver cómo se había ido desarrollando esa poética de los lugares y de lo humano en los años posteriores, en qué aspecto se había ido poniendo el acento y en el posible significado de todo ello.
Se recordará que había comenzado mi indagación sentado en una duna, frente al horizonte marino; pero mientras andaba con esos pensamientos el cielo se había encapotado, el aire se había vuelto desapacible, por lo que me fue necesario ponerme a resguardo. Al empujar la puerta de la casa, me recibió la estancia en sombra. En ausencia de sus moradores, el silencio se había hecho más denso. En ese ambiente examiné las últimas obras de los artistas y las que de inmediato las habían precedido.
De nuevo aparecían los lugares, aunque ahora más delimitados que nunca, incluso enmarcados a veces dentro del cuadro, resaltando así su cualidad de escenarios. Pero en el entretanto alguna cosa se había transformado en esos escenarios. Todo aparecía en calma, envuelto en una capa de silencio y quietud. Lo que en ellos sucedía era algo que había sucedido.
Sí, lo sorprendente, lo nuevo, en estas últimas obras de Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas es que las estancias se habían quedado extrañamente vacías. Quedaban en ellas las huellas de anteriores presencias: los objetos, los enseres, los instrumentos de las personas que las habían habitado. Pero estos objetos, así dormidos, singularmente dispuestos, se diría que pertenecían a un sueño mineralizado. La escena allí vivida, o quien sabe si el sueño de esa escena, ya había tenido lugar y ahora nosotros, espectadores de esos escenarios, sólo podíamos percibir los restos, las huellas, las reverberaciones de lo que allí había pasado. Singular arqueología. Y lo mismo ocurría con esos paisajes urbanos o campestres, que son como paisajes presentidos, como reverberaciones de sí mismos.
Y aún había algo más sorprendente y nuevo en la obra de los artistas: la ausencia de lo humano. O, si se quiere, una forma distinta de manifestarse lo humano.
El hombre y la mujer, que anteriormente se manifestaban en toda su plenitud carnal, se habían ido mineralizando, troceando, convirtiendo en estatuas. Incluso la anatomía había llegado a arquitecturizarse, como esos personajes de Brigitte Szenczi que se sostienen sobre piernas que son balaustres y ostentan por pecho una cornisa. Seres humanos convertidos en pura arqueología. O bien convertidos en una aparición espectral, al igual que ese hombrecillo de la gabardina de Juan Antonio Mañas ─ entrañable fantasma.
Hay un personaje femenino de Brigitte Szenczi cuya belleza es perfectamente visible y, a pesar de esa misma visibilidad, ya no nos llama a engaño. El aspecto traslúcido, casi transparente del cuerpo, su presencia asomando tras una enigmática puerta de luz, nos indican que se trata de una aparición: Dâenâ, ángel femenino cuyo nombre nos llega desde las orillas del mazdeísmo.
Estas estancias de última hora son como vanitas despojadas de cualquier desgarro trágico: quietas, sosegadas, como si las cosas de este mundo llegaran a pervivir en su reverberación.
Son arqueologías, huellas, reverberaciones, fantasmales apariciones en las estancias del silencio.
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